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La tristeza de Eva



Tenía el cabello corto hasta la nuca y oxigenado. Le faltaban los dos dientes delanteros. Sus ojos notaban el cansancio de sus arrugas. Era alta y flaca, muy delgada para su edad.
A sus cuarenta y tantos años, con seis hijos que ni ella se acordaba quienes eran hermanos de padre, vivía al costado de mi casa, en el terreno abandonado, que ella lo había invadido con el permiso a la tierra.


Su casa era de esteras, palos y un que otro tripley, ahí vivía con cuatro de sus hijos y un señor que aveces decía ser su pareja. Nunca me agradó su "pareja". Odiaba escuchar los sendos golpes que le daba a ella y a sus hijos.
Su hijo mayor era el más guapo de todos, convivía con una chica que se llamaba María. Ella era linda, dulce y callaba los gritos cuando él le daba duro en su casa, aveces en la calle. No gritaba ni se quejaba por tener el ojo negro, o por dejarla casi calva; a pesar de el dolor de su cuerpo siempre lo seguía a cualquier lado, como peregrinando a su sombra.


La señora Eva me agradaba mucho, era muy buena, a pesar de todo. Siempre tenía la voz muy ronca, como si estuviera mal de la garganta, pero los ojos vivos y distraidos, tal vez para no encontrarse a si misma en medio de dolores y olores hediondos.
Con ella prácticabamos un trueque de alimentos, cuando ella cocinaba y le faltaba aceite tocaba la puerta de mi casa, en la mano la acompañaba un tomate o una que otra verdurita con su tacita vacía y me decía: "Un poquito de aceite y te doy un tomate". Siempre lo hicimos así, sin preguntarnos nada.


Nunca la había visto alistarse para ir a una fiesta, es mas, nunca salía de su casa de noche. Cuando regresaba cansada de haber lavado ropa ajena, o de haber ido a buscar plata para comer al día siguiente solo atinaba en apagar la luz. En días de fiesta, su casa paraba a oscuras, ni para navidad se quedaba despierta. No lo hacía. Le dolía saber que no tenía ni para un chocolate de taza; y yo, respetaba su silencio, su pena.
Una vez lloré en navidad, cuando tocaron las doce y ella humildemente apagó su luz, como esperando la cuenta regresiva. Subí al segundo piso de mi casa, a observar su casita y verla apagar la única luz que tenía. Lloré cerca de diez minutos. Me acordé de mi madre, de mi abuela, cuando sufrían lo mismo, allá en un pueblito olvidado. Talvez por eso la quería, porque respetaba su silencio constante.


Nunca supe cuando era su cumpleaños, ni el de sus hijos. Un sábado cerca a las ocho de la noche, salí a comprar o a hablar con mi amigo de la tienda, no recuerdo bien, pero recuerdo que a lo lejos se escuchaba música. No sé si era una banda tocando o una radio a todo volumen que festejaban a vivas voces un cumpleaños. Salí y la vi soriente, mostrando su boca sin sus dos dientes y con su hijo mayor, solo sin su mujer al lado. Estaban los dos alegres, bailando en medio de la noche, no estaba tan oscuro, con la luz del poste se vislumbraba las sombras de ellos. Pase y regresé, cuando volvía me dijo: "Estoy muy feliz, hoy es mi cumpleaños. Llegó mi hijo y me sacó de la cama, me trajo a la calle y me dijo acá hay que festejar. No quería, pero la salsa es mi fuerte, así que me puse a bailar; ya llevo como media hora bailando sin parar, es el mejor regalo que me han dado hoy". Solo atiné a sonreirle, no sabía que decirle , si saludarla o solo mirar como bailaban. Era muy buena lo confieso, si hubiera sido bailarina, habría sido la mejor.


Un año mas tarde se tuvo que ir de mi barrio. La dueña había aparecido después de años a reclamar su terreno, yo no quería que se vaya. Me había encariñado a decirle "vecina" que no quería decirle eso a la vieja , chata y gorda de la dueña.
Ella se fue, aveces regresaba a mi casa a pedir frazadas o peluches que lavar, a diez soles cuatro frazadas, porque nos estimaba, sino nos cobraba doce, nos decía entre bromas.


Hace dos años la volví a ver, ya no era la misma, estaba más triste de lo normal, y llevaba el cansancio de sus arrugas con más claridad. No me reconoció a pesar que pase tan cerquita de ella para que me salude.
Caminaba de prisa con su último hijo, Pedro, que ya era todo un niño. Me enteré que su hija, a la que una vez odie porque le gustaba el chico que me dio mi primer beso y siempre cuando pasaba alzaba la voz, diciéndole a su amiga : "¡Hay!, te cuento me ha invitado a salir". Me reía de ella. Supe que tuvo un hijo con un pandillerito de la zona. Se había mudado con él, pero sus suegros no la querían, y su madre, Eva, lloraba por ella, porque ella lo había vivido siendo muy joven.


Si algún día la vuelvo a ver, quiero tener el valor de decirle: "Vecina, se acuerda de mi? conmigo intercambiabamos la sal por una zanahoría, el aceite por un tomate ¿Se acuerda de mi? ¿ Se acuerda que una vez, por primera vez la vi bailar y reir?". Ojalá que lo haga.


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