Líneas muertas
Se tomó un gran sorbo de café. Estaba frio y muy amargo y así se lo bebió, sorbo a sorbo. Cada Trago se mezclaba entre sus venas y garganta. Cogió una hoja de coca y la picchó hasta tragársela.
Había estado en una mesada con una gran señora que se perdía por las infidelidades de su esposo. No se había dado cuenta que había descuidado su casa, sus quehaceres y su hijo. A este último no lo había visto desde hace un par de días. Dormitaba vagabundo entre sus sueños en la hamaca del cuarto contiguo. Olía a alcohol como cualquier viernes en la mañana, después de regresar del bar de Pancho.
No recordó nada más. Cuando la gran señora atravesó el dintel de su puerta, Ella entró en transe. Recordó pequeñas escenas de su hijo caminando por la sala, comiendo un poco de masa de pan en la cocina, bañándose para quitarse la resaca en la ducha antigua, vestirse con su camisa blanca de domingo, sus pantalones azules gastados y sus zapatillas oscuras. Se peinó en la sala mientras ella continuaba la mesada. De rato en rato la observaba por el espejo mientras acomodaba su cabello. A pesar de su trance se acercó y le beso la cabeza cubierta con su pañuelo rojo, sin importarle la clienta. Atravesó la puerta y el sol le reflejó la figura. Se volteó y sonrió.
***
Fue lo último que me acuerdo. Nada más. Los días pasaron y no supe de él. No lloré hasta encontrar su cuerpo. No grité, no hice escándalo ni me agobie con los comentarios y pésames de mis vecinos. Mi corazón se volvió frígido con cada minuto que transcurría sin su mirada.
Trataba de acordarme qué me dijo, qué habló antes de irse, qué cantaba aquella mañana. ¿Por qué no le tome atención a sus miradas, a sus pasos constantes, a su bambolear que ese día fue diferente? ¿por qué?
El pueblo era chico y a pesar de sus emborracheras constantes, su afán por las peleas de gallos, de los juegos de cartas lo querían porque era bueno y porque era mi hijo. El hijo de la mesera. El hijo de la coca embriagada en mis labios.
Por qué no pude predestinarlo. Prestar atención a ese preciso momento, antes que atraviese el umbral. Yo, la mejor mesera de pueblos, diría hasta de la ciudad no pudo salvar a su hijo de su destino fatal. Pude haberlo hecho rehusar a salir, a dejarme sola con mi dolor y sin su alegría, pero no fui capaz.
-Mariana tienes una llamada del comisario- La frase comisario me sacó volando de mi casa, atravesé la manzana hasta el teléfono público del pueblo. ¡Lo encontraron, después de trece malditos días!.
Las lunas y soles me acompañaron en todo el trayecto. No dije nada a nadie. Las miradas me lo decían todo y en ese momento no necesitaba más llantos ajenos a mi dolor.
El cuarto crudo y frio abría paso a paredes grises y blancas, constantemente llenas de formol vacio y dolores ajenos. Abrieron la puerta gris y pase a reconocer a mi carne y sangre. Era él, lo reconocí entre los veinte cuerpos que lo acompañaban. A una madre no le es difícil de reconocer a su hijo a pesar que se encuentre en un pelotón y para mí, que lo protegí toda mi vida, no me era extraño verlo en medio de todos.
Destapé su cuerpo de la sábana blanca. Nadie lo tocaría a menos que fuera yo. No lloré al verlo con su mirada de compasión y su sonrisa pegada a los labios como un adiós. Recorrí su rostro con mis manos, baje por su cuello, su torso hasta que logre tocar y coger sus manos.
Me acordé que respetaba mi trabajo, la ayuda que daba a los demás. Conocía todos mis secretos y sabía perfectamente predecir tanto o mejor que yo, pero todo le daba miedo, ver las miradas de desesperación de mis clientes y las malditas cartas que te predestinaban a un futuro ya construido.
Nunca dejó que le toque las manos, mucho menos que le mire la palma de la mano.
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