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Un extraño

Escribí este cuento hace poco, pero no podía publicarlo porque estaba en un concurso. No gané, pero me quedé con la satisfacción de haber participado por primera vez. Ojalá vengan más concursos que me volverán a leer.

Acababa de llegar a un pueblo, sin voz ni aliento. Un pueblo lejano, tanto que los horizontes se perdían entre sus montañas. El carro se alejaba lentamente entre los charcos de barro que parecían huellas de elefantes en el camino.
No traía mucho equipaje como creían, solo me acompañaba mi fiel maleta de madera, una afeitadora y mi billetera vieja, regalo de una ex novia, que aún conservaba como ella lo hacía con mi corazón. Había llegado sin querer y obligado por mi trabajo a ese lugar.
Era vistoso el paisaje. Las callecitas se dividían por pasajes de piedras negras. La mayoría de casas eran inmensas como un granero. Todas, absolutamente todas, tenían las puertas principales abiertas, como si cada familia esperase a alguien. Con el sol, no se podía apreciar el interior de ellas, pero se vislumbraba, los cuartos oscuros y flores, como arreglos fúnebres, arrimadas en el suelo de los pasadizos. En ese momento, no entendí el porqué.
Intenté ser amable, saludar a cada persona que veía por la calle o se cruzaba conmigo, pero al verme, volteaban el rostro o bajaban la mirada. Caminaban silenciosos, serios y misteriosos. Era un pueblo sin nombre y, al parecer también, sin alegría. A pesar de su clima cálido, la gente lucía pálida, delgada y hasta enferma. Los pómulos se presenciaban como rasgos incrustados abruptamente en el rostro
Solo alguien se atrevió a mirarme. Casi llegando a la plaza, me paré a secarme el sudor de mi frente y darme aire con mi sombrero. Apenas me lo coloqué, aprecié a una niña de cabello castaño y pies descalzos. Tenía una mirada retadora, se podría decir, hasta soberbia. Sus ojos negros y grandes no dejaban de fijarse en mi presencia y las ojeras rosáceas me indicaban que, o estaba muy enferma o no dormía en semanas. Estuvo parada unos minutos, quietita, sin moverse. Decidí tratar de sonreír, pero ella retrocedió en un solo paso y se fue, sin decir nada. Tuve la impresión que mientras cruzaba la calle, me seguía mirando. Y confieso; tuve miedo. Sus ojeras rosáceas se quedaron en mi mente toda la tarde. Su mirada, me daba miedo y el pueblo me parecía sacado de Macondo.
Me desperté ahogado en mi propia saliva. Era domingo y el sol traspasaba las cortinas viejas. No sé por qué tuve miedo de salir de aquel cuarto. Pero huí y me adentré en la calle. No entendía qué sucedía, hasta que un helado sudor recorrió mi espalda, me hizo sentir un nudo en la garganta y mi cuerpo no reaccionó ante ningún estímulo. Frente a mí, se encontraban cientos de ataúdes con el capote abierto, parados. Reposando en las entradas de las casas.
¿Quién pone un féretro en la puerta de su casa?- Me pregunte asombrado. Como un ritual misterio, la gente apareció caminando lentamente desde el fondo de sus viviendas con dirección a la calle. Cientos de personas vivían en cada hogar. De pronto, los ancianos caminaban muy despacio hacia los cajones y, con paso lento, se adentraron a estos, acomodándose lo más que podían. Eran los niños quienes cerraban las cajas de madera. Nadie dijo nada. Nadie se percató de mi asombro. Nadie quiso hablarme. Decidí sentarme en una banca, muy cerca y observar todo. Los más jóvenes esperaban sentados el atardecer, observando de vez en cuando las cajuelas de madera. Cuando anocheció, uno a uno se fue parando y abriendo el capote de los ataúdes. Los ancianos salían acongojados, entrando a paso lento a sus casas. De pronto, cerraron las puertas, como nunca las había visto. La calle se hizo más silenciosa y solitaria que de costumbre.
Esperan a la muerte - Escuché que me decían muy bajito. Busqué la voz que me había hablado y era la niña, con la misma mirada retadora la que me hablaba - Nadie muere en este lugar. Cada domingo esperamos a la muerte.
No me atreví a preguntar, pero ella adivinó todo. Encontramos la inmortalidad y de pronto ya nadie la quiere. La muerte nos tiene miedo. Le teme a la inmortalidad. Por eso nunca cruza esta ciudad. Pero nosotros siempre la esperamos. Pensamos que algún día ella caminará por estos lares y es mejor que nos encuentre preparados, con nuestros muertos listos.
Se alejó sobre sus pasos y antes de que se pierda en la oscuridad alcancé a escucharla, casi susurrando: “De este pueblo, todo aquel que lo pise se vuelve inmortal. Podrás ir y regresar si gustas, pero será lo mismo, siempre aparecerás preguntando por la muerte. ¿Qué vas a hacer, te irás a vivir por un tiempo tu inmortalidad para luego regresar o quieres acompañarnos desde ahora a esperarla?”
Mi mente estaba en shock y mi cerebro no reaccionaba. Miles de cosas pasaban por mi cabeza y las ideas se confundían entre sí. Solo atiné a preguntar, casi tartamudeando: ¿Tú crees que pase por acá el siguiente domingo?
Entonces, ella sonrió.

5 Tu opinión me importa:

Tio Antonio 24 de octubre de 2011, 13:40  

Extraña gente que no ama la vida. Rituales desconcertantes para esperar a una muerte que no llega. Ataudes y flores comprados en vano. Fría recepción a los forasteros que no entienden nada.

Buen relato. Tiene de todo...excepto la muerte ;)

Saludos.

Glennys 24 de octubre de 2011, 18:36  

Muchas gracias por leerme y porque te haya gustado.
Me encantó tu coment =)

Maria Paula Villegas.,  23 de noviembre de 2011, 17:38  

María Paula Villegas: Gente extraña, que espera la muerte? si solo Dios sabe cuando uno ya muere.
Un hombre nuevo en el pueblo confuso de todo lo que pasa, me gusto el cuento.

Glennys López 26 de noviembre de 2011, 15:09  

Gracias por escribir Maria Paula. Qué bueno que te gustó, me inspira a seguir escribiendo y mejorar siempre =)

Nuria Lourdes 10 de enero de 2012, 11:23  

Hola Glennys. Te felicito, escribes muy lindo, tu BLOG, se ve super interesante y contagias leerte. Te dejo la dirección del mío... te divertirás mucho también. Me fascina escribir cuentos, es mi género literario favorito. Un abrazo a la distancia y fue un gusto conocerte. www.nurinotas.com

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