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La obra perfecta


Apenas son las cinco de la mañana, este día no hay sol, ni lo habrá. Llovió toda la noche. Apenas son las cinco de la mañana y unos dedos gruesos acaban de encender el único foco de la última casa de la esquina del barrio.

Hace frío como para salir sin poncho. En la penumbra de la casa, ha logrado encontrar la caja gastada de fósforos, y, de un solo tiro, prende uno, la pequeña llama la traspasa, antes que el aire la apague, hacia el cirio grueso, embarrado en su propia cera roja, el único objeto que cuida y da calor a la estampita del Señor de los Milagros, colocada en el borde de la ventana que da a la calle.

- “Señor, ayúdame que este día sea bueno, mándame algunos clientes para traerle pan recién horneado a Emilia”. Se persigna tres veces y las tres veces repite amén en voz baja.

Con mucho cuidado abre la puerta de fierro y deja asomar su voluptuoso cuerpo hacia la calle. Avanza en pasos ligeros por toda la pista pedregosa, a pasos suaves, como si estuvieran calculados, como si los contara.

Al llegar a la plaza mayor, ya se puede vislumbrar la claridad del día. Algunos hojas han dejado de gotear y la mugre se ha impregnado en las bancas de la plaza. Limpia un asiento con su pañuelo verde y se acomoda lentamente. Abre su maletín de cuero viejo y poco a poco va sacando las cerámicas que él mismo ha creado la noche anterior. Coloca sus dedos entre ellas y las va palpando, reconociendo lo lizo de sus cuerpos, sintiendo la perfección de sus curvas, acariciando los rostros de las muñecas de barro y observando los colores opacos de sus voluminosas vestimentas, para luego dejarlas, una por una, a su costado.

De la maleta saca dos palos de madera, que atravesados harán el papel de patitas provisionales. Cuando esta puede sostenerse sola, la abre completamente y deposita en ella con mucho cuidado sus piezas de barro. Una por una se van hundiendo en el forro desgastado, pero limpio, de la maleta, tomando vida entre si. Cada una tiene su lugar especial en ese espacio rectangular.

Después de media hora acomodándolas, reclina su cuerpo hacia atrás, entre cierra los ojos para luego abrirlos lo más que puede, se lleva las manos hacia la cara y acariciando su mentón con la yema de sus dedos agrietados por el barro húmedo, da un suspiro, acomoda la última pieza y mira orgulloso la obra de arte que ha logrado entre todas sus piezas de cerámica.

Se había concentrado tanto en ellas que no se había percatado que desde la esquina un hombre con aires de turista miraba maravillado su maletín. Lo miró receloso e intentó cerrarlo sin que se percatara. El hombre, al ver su reacción caminó apresurado hacia su banca.

- No no no, ¡No lo cierre!, ¡No ve acaso lo que ha creado, es una magnífica obra de arte! Me encuentro sumamente enamorado de esa figura de mujer que tiene en el medio, ¿a cuánto la vende?

Miró el brillo de sus ojos y su sonrisa fingida, colgando en el aire y mostrando sus dientes amarillos, con las cejas alzadas y los pómulos hinchados. Observó sus manos abiertas, queriendo tocar su muñeca de barro. 

“Lo siento- Exclamó- pero me temo que nada de lo que tengo dentro de mi maleta esté en venta” e inmediatamente guardó sus pertenencias. 

El turista buscaba en él alguna otra palabra o gesto que desmintiera lo que acababa de decir. Una frase que le indicara que se podía negociar, pero ya se había levantado de la banca y llevaba entre sus brazos sus pertenencias. 

Caminaba a paso lento, casi arrastrando los pies. Una gota bajó de la rama de un árbol y le cayó en el centro del pie. “¡Maldita lluvia, tu espantas a los clientes!”- dijo refunfuñando, mientras sacudía en un vaivén su pie, apretando los dedos para que no se le resbale la sandalia.

Cuando llegó a casa, cerró la puerta de un solo golpe, apagó el único foco que tenía, dio un soplo a la mecha de la vela y espantó el humo de la imagen, se persignó tres veces y las tres veces dijo en voz baja amén. Caminó en dirección a su cama, dejó a su costado derecho sus sandalias de goma y mientras se acurrucaba murmuró: Emilia, ¿quieres pan recién horneado?

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